El pasado jueves 27 de agosto de 2009, el Instituto Sudcaliforniano de Cultura presnetó en la ciudad de La Paz el libro apaches:fantasmas de la Sierra Madre, del escritor-investigador bajacaliforniano Manuel Rojas. Con la presencia del autor, se contó con los comentarios de los también reconocidos escritores sudcalifornianos Ramón Cuéllar y Juan Melgar.
Con la autorización de Juan Melgar, a continuación trascribimos a ustedes sus comentarios:
Los apaches
Juan Melgar
Como muchos chamacos de mi generación, conocí a los apaches a través de la lente distorsionadora y vertiginosa del cine: hombres flacos de pelo lacio, negro y largo, sostenido con un trapo de color indefinido que les rodeaba la cabeza; teguas de caña larga, hasta la rodilla; zapeta, chaleco oscuro (robado nadie sabe dónde), y una mirada fiera (diríase perversa) que a los plebes nos predisponía para, en el momento climático del filme, verlos morir sin pena, y quizá hasta con regocijo, por los disparos certeros de los güeritos que llegaban en sus carromatos al salvaje oeste para cumplir su destino manifiesto e instalarse en aquellos territorios; sin permiso, claro, pero con la venia de Dios, que –¿cuándo no?— estaba de su parte.
Más tarde, tuve otra impresión, menos frívola aunque también joligudesca, con el Charles Bronson convertido en un Supermán apache que hacía trepidar a los invasores con emboscadas de un solo hombre. Guerrero entre guerreros, cabalgaba como centauro sobre un garañón retinto por el desierto infinito de la pantalla, y disparaba desde la cadera su carabina ochavada con puntería de apache, claro. Podía también correr a pie por la llanura reseca y caliente todo el día, con las ardorosas arenas bajo sus plantas, sin tomar agua y dándole apenas mordiscos a una tira seca de carne de berrendo, de venado, de burro. Un chiricahua era ahora “El Muchacho”, el héroe que, al menos parcialmente en la ficción cinematográfica, tenía la razón histórica, pero moría sacrificado al final —como sucede casi siempre a los héroes románticos, con razón histórica o sin ella—.
Otra imagen, pero ésta más familiar: mi madre cuenta cómo, apenas iniciada la mexicana revolución, adolescente guarecida tras los troncos de un fuerte fronterizo en el ubicuo universo Sonora-Arizona, oía en las noches sin luna los alaridos desgarrados de los apaches que, olorosos a caballo y a sotol, rondaban el exterior de la palizada buscando pendencia, o escuchaba cómo a través de las junturas de los troncos deslizaban los susurros con los que procuraban hembra para el entrevero: “Mujer… mujer… veeen…” Las urgencias del cuerpo los hacían temerarios —dice—, sonriendo.
Sirva esta introducción —en la que he usado hasta a mi santa madre como material didáctico— para afirmar un fenómeno compartido seguramente por los aquí reunidos y denunciado por Rojas, el autor del libro: los apaches son en este país unos verdaderos desconocidos, porque fueron eliminados de la historia oficial. Será que el decurso de los siglos no ha lavado todavía la mala conciencia de quienes los empujaron de sus territorios en Sonora y Chihuahua hacia las reservaciones humillantes de Arizona, Nuevo México, Texas, Oklahoma… Compatriotas diluidos, borrados de la historia por el racismo y la mala sangre de los bisabuelos de este lado, los apaches son vindicados y rescatados para nosotros por Manuel Rojas, en este ensayo histórico de excepción.
Apaches… Fantasmas de la sierra Madre, es un libro comprometido y atípico, escrito por un cronista que también así se asume. Entra en materia desde el prólogo, con una pregunta retórica cuya respuesta es la hipótesis fundamental de su investigación: ¿De dónde son los apaches?
Pregúntenselo ustedes, en este momento, y no es difícil que ubiquen a esta nación al otro lado, en algún estado del suroeste de la Unión, porque Hollywood nos lo ha dicho. Los eruditos aquí presentes, de seguro estarán evocando ahora en sus poderosas mentes el mapa etnográfico del INAH, sin encontrar rastro alguno de la etnia Apache por el noroeste mexicano, donde apenas se intuyen, desdibujados y fantasmales, los espectros atribulados de los pimas, los onc’aac, los yaquis, los rarámuris, los cochimíes y kiliwas… No: nada de mezcaleros, no hay chiricaguas ni mimbreños ni coyoteros… ¿Qué diablos pasó con aquellos altivos guerreros apaches?
La respuesta está en esta investigación que el autor logró completar durante años de bregar por los archivos parroquiales y presidiales, en pueblos serranos o del desierto en Sonora y Chihuahua, o en archivos históricos de México y Estados Unidos. Y todo ello sin apoyos oficiales; apenas con el mecenazgo desinteresado que representaron las pequeñas ayudas de sus amigos.
Huellero experimentado, Rojas rastrea en sus territorios las épicas desventuras y andanzas de los grandes jefes: Mangas Coloradas, Cochise, Victorio, Gerónimo… y nos muestra la huella semienterrada de un héroe menos conocido aún que aquéllos: Juh, el fantasma que jamás sería capturado por gringos ni mexicanos y cuya vida, dicen, habrá terminado en la sierra Madre; viejo ya, evocando la cotidianidad de todos los guerreros: “…los toldos de cuero, las hogueras de estiércol, los festines de carne chamuscada o de vísceras crudas, las sigilosas marchas al alba; el asalto de los corrales, el alarido y el saqueo, la guerra, el caudaloso arreo de las haciendas por jinetes desnudos, la poligamia, la hediondez y la magia”(*) .
“Los apaches son mexicanos”, afirma el investigador, y a probar su dicho dedica este esfuerzo editorial de 250 páginas con el que reta a “los apachólogos” vecinos y distantes a probar lo contrario. Con nombres y nacencias, lenguas, historias y toponimias geográficas de una extensa región que fue primero india, luego novohispana, después mexicana y ahora en parte estadounidense, las pistas que Manuel Rojas descubre y ofrece apuntan hacia una ética diana: el reconocimiento que los mexicanos les seguimos debiendo a aquellos indomables combatientes.
Como epílogo de la cinematográfica saga del inicio, me viene al recuerdo un filme mexicano de los años 70 con la escena inicial de un lento, rosado atardecer de octubre de 1880, en el que trescientos hombres de a caballo forman una larga, silenciosa fila (que es cerco y es valladar), con sus armas largas empuñadas: la culata de madera resobada descansa ominosa e impaciente en el muslo, y la mirada de cada uno está fija, clavada en el norteño horizonte: son los rifleros de Joaquín Terrazas que esperan a los guerreros apaches comandados por Victorio en la frontera chihuahuense, adonde se acercan empujados por la caballería gringa. Los perseguidos no son compatriotas mexicanos en desgracia para los rifleros; qué va: son nomás unos cabrones apaches en problemas. No ha habido nunca, ni habrá ahora, respeto para con ellos. Nacieron y vivieron libres en la sierra Madre y en territorios que siglos después serían Sonora, Chihuahua, Arizona, Nuevo México… Fueron invadidos y desplazados de su querencia desde la Conquista por los españoles, luego hostilizados por los mestizos del México independiente y ahora tiroteados por los soldaditos azules. Invulnerables a la piedad, los campañadores armados que los esperan en este atardecer y en estas lomas sólo atienden oscuras razones: que los que se acercan a matacaballo son bárbaros, ladrones de ganado, rebeldes, guerreros inoculados por la insensatez, indios envenenados por “el torpe deseo de ser libres”, y pues hay que acabarlos, exterminarlos a plomazos, a su ley, porque el mejor apache es el apache muerto.
Y mejor aún: el apache olvidado.
(*) El Aleph, Historia del guerrero y de la cautiva. J.L. Borges
Juan Melgar
Como muchos chamacos de mi generación, conocí a los apaches a través de la lente distorsionadora y vertiginosa del cine: hombres flacos de pelo lacio, negro y largo, sostenido con un trapo de color indefinido que les rodeaba la cabeza; teguas de caña larga, hasta la rodilla; zapeta, chaleco oscuro (robado nadie sabe dónde), y una mirada fiera (diríase perversa) que a los plebes nos predisponía para, en el momento climático del filme, verlos morir sin pena, y quizá hasta con regocijo, por los disparos certeros de los güeritos que llegaban en sus carromatos al salvaje oeste para cumplir su destino manifiesto e instalarse en aquellos territorios; sin permiso, claro, pero con la venia de Dios, que –¿cuándo no?— estaba de su parte.
Más tarde, tuve otra impresión, menos frívola aunque también joligudesca, con el Charles Bronson convertido en un Supermán apache que hacía trepidar a los invasores con emboscadas de un solo hombre. Guerrero entre guerreros, cabalgaba como centauro sobre un garañón retinto por el desierto infinito de la pantalla, y disparaba desde la cadera su carabina ochavada con puntería de apache, claro. Podía también correr a pie por la llanura reseca y caliente todo el día, con las ardorosas arenas bajo sus plantas, sin tomar agua y dándole apenas mordiscos a una tira seca de carne de berrendo, de venado, de burro. Un chiricahua era ahora “El Muchacho”, el héroe que, al menos parcialmente en la ficción cinematográfica, tenía la razón histórica, pero moría sacrificado al final —como sucede casi siempre a los héroes románticos, con razón histórica o sin ella—.
Otra imagen, pero ésta más familiar: mi madre cuenta cómo, apenas iniciada la mexicana revolución, adolescente guarecida tras los troncos de un fuerte fronterizo en el ubicuo universo Sonora-Arizona, oía en las noches sin luna los alaridos desgarrados de los apaches que, olorosos a caballo y a sotol, rondaban el exterior de la palizada buscando pendencia, o escuchaba cómo a través de las junturas de los troncos deslizaban los susurros con los que procuraban hembra para el entrevero: “Mujer… mujer… veeen…” Las urgencias del cuerpo los hacían temerarios —dice—, sonriendo.
Sirva esta introducción —en la que he usado hasta a mi santa madre como material didáctico— para afirmar un fenómeno compartido seguramente por los aquí reunidos y denunciado por Rojas, el autor del libro: los apaches son en este país unos verdaderos desconocidos, porque fueron eliminados de la historia oficial. Será que el decurso de los siglos no ha lavado todavía la mala conciencia de quienes los empujaron de sus territorios en Sonora y Chihuahua hacia las reservaciones humillantes de Arizona, Nuevo México, Texas, Oklahoma… Compatriotas diluidos, borrados de la historia por el racismo y la mala sangre de los bisabuelos de este lado, los apaches son vindicados y rescatados para nosotros por Manuel Rojas, en este ensayo histórico de excepción.
Apaches… Fantasmas de la sierra Madre, es un libro comprometido y atípico, escrito por un cronista que también así se asume. Entra en materia desde el prólogo, con una pregunta retórica cuya respuesta es la hipótesis fundamental de su investigación: ¿De dónde son los apaches?
Pregúntenselo ustedes, en este momento, y no es difícil que ubiquen a esta nación al otro lado, en algún estado del suroeste de la Unión, porque Hollywood nos lo ha dicho. Los eruditos aquí presentes, de seguro estarán evocando ahora en sus poderosas mentes el mapa etnográfico del INAH, sin encontrar rastro alguno de la etnia Apache por el noroeste mexicano, donde apenas se intuyen, desdibujados y fantasmales, los espectros atribulados de los pimas, los onc’aac, los yaquis, los rarámuris, los cochimíes y kiliwas… No: nada de mezcaleros, no hay chiricaguas ni mimbreños ni coyoteros… ¿Qué diablos pasó con aquellos altivos guerreros apaches?
La respuesta está en esta investigación que el autor logró completar durante años de bregar por los archivos parroquiales y presidiales, en pueblos serranos o del desierto en Sonora y Chihuahua, o en archivos históricos de México y Estados Unidos. Y todo ello sin apoyos oficiales; apenas con el mecenazgo desinteresado que representaron las pequeñas ayudas de sus amigos.
Huellero experimentado, Rojas rastrea en sus territorios las épicas desventuras y andanzas de los grandes jefes: Mangas Coloradas, Cochise, Victorio, Gerónimo… y nos muestra la huella semienterrada de un héroe menos conocido aún que aquéllos: Juh, el fantasma que jamás sería capturado por gringos ni mexicanos y cuya vida, dicen, habrá terminado en la sierra Madre; viejo ya, evocando la cotidianidad de todos los guerreros: “…los toldos de cuero, las hogueras de estiércol, los festines de carne chamuscada o de vísceras crudas, las sigilosas marchas al alba; el asalto de los corrales, el alarido y el saqueo, la guerra, el caudaloso arreo de las haciendas por jinetes desnudos, la poligamia, la hediondez y la magia”(*) .
“Los apaches son mexicanos”, afirma el investigador, y a probar su dicho dedica este esfuerzo editorial de 250 páginas con el que reta a “los apachólogos” vecinos y distantes a probar lo contrario. Con nombres y nacencias, lenguas, historias y toponimias geográficas de una extensa región que fue primero india, luego novohispana, después mexicana y ahora en parte estadounidense, las pistas que Manuel Rojas descubre y ofrece apuntan hacia una ética diana: el reconocimiento que los mexicanos les seguimos debiendo a aquellos indomables combatientes.
Como epílogo de la cinematográfica saga del inicio, me viene al recuerdo un filme mexicano de los años 70 con la escena inicial de un lento, rosado atardecer de octubre de 1880, en el que trescientos hombres de a caballo forman una larga, silenciosa fila (que es cerco y es valladar), con sus armas largas empuñadas: la culata de madera resobada descansa ominosa e impaciente en el muslo, y la mirada de cada uno está fija, clavada en el norteño horizonte: son los rifleros de Joaquín Terrazas que esperan a los guerreros apaches comandados por Victorio en la frontera chihuahuense, adonde se acercan empujados por la caballería gringa. Los perseguidos no son compatriotas mexicanos en desgracia para los rifleros; qué va: son nomás unos cabrones apaches en problemas. No ha habido nunca, ni habrá ahora, respeto para con ellos. Nacieron y vivieron libres en la sierra Madre y en territorios que siglos después serían Sonora, Chihuahua, Arizona, Nuevo México… Fueron invadidos y desplazados de su querencia desde la Conquista por los españoles, luego hostilizados por los mestizos del México independiente y ahora tiroteados por los soldaditos azules. Invulnerables a la piedad, los campañadores armados que los esperan en este atardecer y en estas lomas sólo atienden oscuras razones: que los que se acercan a matacaballo son bárbaros, ladrones de ganado, rebeldes, guerreros inoculados por la insensatez, indios envenenados por “el torpe deseo de ser libres”, y pues hay que acabarlos, exterminarlos a plomazos, a su ley, porque el mejor apache es el apache muerto.
Y mejor aún: el apache olvidado.
(*) El Aleph, Historia del guerrero y de la cautiva. J.L. Borges
No hay comentarios:
Publicar un comentario